Como una pequeña náufraga, fatigada y atribulada por el peso de mi viaje y de mi nueva vida, baje del avión, en Toronto, Canadá, la gélida noche de un veintiocho de Febrero, gris y venteada. Han transcurrido dos años en pequeños pestañeos, sutiles y rápidos sin haberme percatado de su efímero paso. Miro atrás, maravillada y a veces sorprendida, de los pasitos que he dado con mi familia en un nuevo país, sin perder mis raíces y mis costumbres. Y a pesar de vivir en otras tierras, la identidad que me define, se acrecienta y se perpetúa más allá de mi experiencia diaspórica.
Desde este exilio voluntario, me confieso amante del trópico, por obvias toneladas de nieve que parecen no terminar nunca. Largo las babas por las arepas con queso telita. Añoro los Carnavales en Choroní, el espectacular Salto Ángel, los caprichosos y sigilosos Tepuyes, las bóvedas verdes de la selva, los llanos de Gallegos, las nieves perpetuas del Pico Bolívar, los efímeros medanos de Coro y las palmeras desperezadas de las playas de Morrocoy y a la perla de Margarita. Me vibra el alma con los tambores de San Juan y los Diablos de Yare se me meten en la sangre. Extraño los juegos de béisbol de Caracas vs. Magallanes, los viernes de fiestas y salidas a los cafés, la cerveza Polar bien fría y las discusiones políticas de moda.
Ahora, desde otras latitudes y a través del catalejo de los recuerdos, es que siento las bondades de mi tierra y la amabilidad de mi gente. Y es que el amor por la tierra que me parió aumenta con el tiempo, la distancia y las lágrimas. Todos los días hay alguna escena o pedazos de mi vida pasada que me hace sentir el temblor de mis memorias y la nostalgia en los ojos, de una Venezuela que fue, y que ya no es la misma, que ya no es la mía.
Pero, no soy solamente arepas con telita, fiestas perpetuas y paisajes hermosos. Mi identidad venezolana es más amplia y compleja. Soy un corazón que anhela libertad, paz y democracia. La libertad respirada que se vuelve pancadas, hace que todo lo demás pierda valor y se convierta en meros símbolos abstractos de lo que fuimos. Me niego a aferrarme a una foto de Playa Colorada (aun cuando me muero por meter los pies en sus arenas cálidas y rojizas) como excusa de peso para vivir pisoteada y asustada. No es suficiente. Siempre se puede disfrutar una arepa hecha con Harina Pan o una malta Maltín Polar “for export”. Siempre se pueden bajar de Internet las gaitas de Guaco. Y recordar y saborear el pasado.
Mi nueva cultura ampliada y el paso de las estaciones me han enseñado el peso de la perseverancia y de la paciencia, aunque el viento del norte transporte mi alma a las vidriadas aguas caribes.
He aprendido a filtrar mis expectativas de lo que es el Canadá perfecto. Cuando llegué, algunas de ellas eran muy firmes y concretas; otras solo abstractas fantasías sin basamento real. Las esperanzas firmes me han ayudado a enfrentar barreras, externas y auto impuestas, reales e imaginarias, para poder adaptarme a un país generoso pero cauteloso. Mis cortoplacistas y utópicas fantasías (tan venezolanas también), no me trajeron sino frustraciones y me convirtieron por un momento en mi propia carcelera, pues permití que mis demonios de altivez y falso orgullo, me controlaran.
He pagado el precio del exilio para vivir en libertad, paz y democracia, para no volverme un quiste muerto o un cascarón vacío en una tierra que se volvió árida, endurecida por la indolencia, la falta de respeto, la impunidad y el flagelo de corrupción.
Hay cosas que suceden en una vida, hay otras que suceden en dos o más. Yo solo tengo ésta; mis hijos se encargarán de las suyas. Ojalá ellos puedan regresar a sus raíces territoriales y reconstruir los pedazos regados de su patria. Yo me encargo, como embajadora de una Venezuela que fue grande, imponente, pujante, de que mis hijos, aunque sea desde muy lejos, amen su cultura y añoren su terruño, que hablen el castellano, rico idioma del amor y la pasión y que cultiven su identidad de preparados venezolanos “echados pa’lante” y que mantienen en alto orgullo, el tricolor en el corazón.
Desde este exilio voluntario, me confieso amante del trópico, por obvias toneladas de nieve que parecen no terminar nunca. Largo las babas por las arepas con queso telita. Añoro los Carnavales en Choroní, el espectacular Salto Ángel, los caprichosos y sigilosos Tepuyes, las bóvedas verdes de la selva, los llanos de Gallegos, las nieves perpetuas del Pico Bolívar, los efímeros medanos de Coro y las palmeras desperezadas de las playas de Morrocoy y a la perla de Margarita. Me vibra el alma con los tambores de San Juan y los Diablos de Yare se me meten en la sangre. Extraño los juegos de béisbol de Caracas vs. Magallanes, los viernes de fiestas y salidas a los cafés, la cerveza Polar bien fría y las discusiones políticas de moda.
Ahora, desde otras latitudes y a través del catalejo de los recuerdos, es que siento las bondades de mi tierra y la amabilidad de mi gente. Y es que el amor por la tierra que me parió aumenta con el tiempo, la distancia y las lágrimas. Todos los días hay alguna escena o pedazos de mi vida pasada que me hace sentir el temblor de mis memorias y la nostalgia en los ojos, de una Venezuela que fue, y que ya no es la misma, que ya no es la mía.
Pero, no soy solamente arepas con telita, fiestas perpetuas y paisajes hermosos. Mi identidad venezolana es más amplia y compleja. Soy un corazón que anhela libertad, paz y democracia. La libertad respirada que se vuelve pancadas, hace que todo lo demás pierda valor y se convierta en meros símbolos abstractos de lo que fuimos. Me niego a aferrarme a una foto de Playa Colorada (aun cuando me muero por meter los pies en sus arenas cálidas y rojizas) como excusa de peso para vivir pisoteada y asustada. No es suficiente. Siempre se puede disfrutar una arepa hecha con Harina Pan o una malta Maltín Polar “for export”. Siempre se pueden bajar de Internet las gaitas de Guaco. Y recordar y saborear el pasado.
Mi nueva cultura ampliada y el paso de las estaciones me han enseñado el peso de la perseverancia y de la paciencia, aunque el viento del norte transporte mi alma a las vidriadas aguas caribes.
He aprendido a filtrar mis expectativas de lo que es el Canadá perfecto. Cuando llegué, algunas de ellas eran muy firmes y concretas; otras solo abstractas fantasías sin basamento real. Las esperanzas firmes me han ayudado a enfrentar barreras, externas y auto impuestas, reales e imaginarias, para poder adaptarme a un país generoso pero cauteloso. Mis cortoplacistas y utópicas fantasías (tan venezolanas también), no me trajeron sino frustraciones y me convirtieron por un momento en mi propia carcelera, pues permití que mis demonios de altivez y falso orgullo, me controlaran.
He pagado el precio del exilio para vivir en libertad, paz y democracia, para no volverme un quiste muerto o un cascarón vacío en una tierra que se volvió árida, endurecida por la indolencia, la falta de respeto, la impunidad y el flagelo de corrupción.
Hay cosas que suceden en una vida, hay otras que suceden en dos o más. Yo solo tengo ésta; mis hijos se encargarán de las suyas. Ojalá ellos puedan regresar a sus raíces territoriales y reconstruir los pedazos regados de su patria. Yo me encargo, como embajadora de una Venezuela que fue grande, imponente, pujante, de que mis hijos, aunque sea desde muy lejos, amen su cultura y añoren su terruño, que hablen el castellano, rico idioma del amor y la pasión y que cultiven su identidad de preparados venezolanos “echados pa’lante” y que mantienen en alto orgullo, el tricolor en el corazón.
2 comentarios:
Erika:
Cuando en Marzo de 2006 me enviaste tus reflexiones sobre tu exilio en Canada, lo envie a mi lista de correos y obtuve algunos comentarios. Trato de ubicarlos para incorporarlos en este blog, porque seria interesante tenerlos aca, junto con tu escrito.
Hoy en dia, las cosas estan mucho peor, despues del cierre de RCTV y muchas amenazas en curso.
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!1
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